NUEVOS RELATOS DE ULYSES

UNA ACTUACIÓN “ÚNICA”

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TEATRO INFANTIL

El primer colegio serio al que asistí en mi infancia fue el de los Hermanos Salesianos en 1953. Estaba situado detrás del hermoso edificio de la Diputación Provincial. Obra, si no me equivoco, del arquitecto D. Juan Vidal Ramos, con el que muchos años después mantuve una buena relación de amistad cimentada en aficiones comunes a pesar de la gran diferencia de edad.

Me incorporé en el curso de preparación para el examen de Ingreso en bachiller, que se llevó a cabo en la sede que tenía el Instituto en la calle Reyes Católicos esquina a Alemania, edificio en el que posteriormente estuvieron los Juzgados. Estudié allí hasta terminar  el curso tercero y me negué a continuar porque se implantó el uso obligatorio de unos guardapolvos (babis) horribles. Mi padre me dio su apoyo, cosa extraña, y me matriculé en el Instituto Jorge Juan, recién inaugurado en el Monte Tossal donde estudié hasta terminar el bachiller, con sus revalidas correspondientes (esas que ahora parecen aterrorizar a los  alumnos y a sus padres), con un profesorado magnifico y un nivel de enseñanzas muy superior al actual. Guardo muy buenos recuerdos de Dña. María Pascual Ferrándiz, literatura; D. Juan Maciá Vilanova, historia general y del arte; D. Fernando Puig,  filosofía, a cuyas clases no faltaba nunca nadie a pesar de ser la de 2 a 3 del mediodía. Eran muy amenas e interesantes. Consiguió que empezáramos a adentrarnos en la lógica, tan útil para estudios posteriores; Sr. Alfaro, profesor de física; la señorita  Dorado,  profesora de latín y griego; D. Abelardo Rigual, farmacéutico y profesor de ciencias naturales, autor de un catálogo sobre la flora en la provincia de Alicante; Dña. Isabel Zulueta, profesora de francés, etc… todos ellos magníficos. Tras esta pequeña digresión, fruto de añoranzas del pasado, vuelvo al tema objeto de este escrito.

El jefe de estudios en el colegio Salesiano en aquel tiempo era D. Benito. Era un sacerdote vascongado, alto, nervudo y sólido como los robles del valle de Amurrio.  Haciendo bueno el cliché referido a su tierra, montaba un orfeón con cuatro personas. Tenía pasión por el canto.  Organizaba  los coros, el teatro, los campeonatos de fútbol y baloncesto y cualquier otra actividad lúdica colectiva. También era el que aplicaba los castigos a los alumnos díscolos, llamándolos a su despacho. Un par de capones o una torta a tiempo enderezaron a muchos alumnos revoltosos.

Un día D. Benito, se empeñó en que todo el colegio, como si fuera el orfeón donostiarra, cantara una canción, a cuatro voces. Es la forma musical que se llama un canon y de la que hay muchas variantes. En esta las cuatro voces cantaban la misma letra, pero  entrando en momentos distintos y con tonalidades distintas. Lo más parecido que luego he conocido en mi vida es un divertido canon de Mozart al que se llama “el brindis”, del cual doy un enlace al final de este artículo para el que lo quiera oír. Formados en los soportales del patio con D. Benito en una tarima elevada dirigiendo pasábamos cada rato libre. Al principio aquello fue un pandemónium, Pero al final, después de muchos ensayos, amenazas, halagos y un derroche generoso de entusiasmo contagioso, consiguió que sonara decentemente aquella canción que empieza así: “Debajo un botón que encontró Martín…”, con las cuatro voces entrando más o menos en su momento y coordinadas.

Recuerdo que aquel mismo año, D. Benito decidió que con motivo de las fiestas del patrón del colegio, San Juan Bosco, se programaran una serie de actos de diversos tipos. Los alumnos de nuestro curso debíamos de poner en escena una pequeña obrita teatral titulada  “Un perro para cinco”.

Del largo proceso de selección y pruebas salió el elenco básico para la obra, quedando unos papeles casi irrelevantes para cubrir que D. Benito se reservó para compromisos. Al fin uno de esos papeles me fue adjudicado tras algunas maniobras subterráneas de mi abuela, vecina del colegio y clienta habitual de misas y novenas… ¡Qué queréis!, para un niño de 10 años casi recién cumplidos, en aquella época, actuar en teatro era una especie de sueño realizado.

Tras un largo proceso de preparación tras las horas de clase, en un aula, leyendo cada uno su papel y cuando ya más o menos todos los participantes lo dominaban, empezó la fase de memorización y ensayos.

Mi papel era muy breve. Al fondo del escenario había una tapia de mediana altura. Detrás de ella se había colocado una gradilla que llegaba hasta la parte más alta. Yo debía simular que trepaba la valla por la parte exterior y saltaba dentro. Una vez en el escenario, mirar a uno y otro lado, después, volverme hacia el público y preguntar: “¿Ha visto alguien un perro…?”. ¿Sencillo, no?

Los ensayos se llevan a cabo sin más iluminación que unas bombillas desnudas que penden de los cables. La luz que así se produce es suficiente para el trabajo que se realiza: ilumina el escenario y parte del vacío patio de butacas. En ese ambiente y rodeado del resto de los amigos que actúan uno se encuentra cómodo y relajado. Repetimos los ensayos sin incidentes dignos de mención, hasta que D. Benito consideró que “aquello” podía pasar la prueba decentemente.

Por fin, el día de la actuación. El teatro a tope de público. Recuerdo el teatro con sillas de madera plegables y el suelo de tierra simplemente compactada. Las familias de los actores en las primeras filas, con los profesores del colegio y los invitados de honor. Empieza la obra, bastante divertida, y todo se desarrolla normalmente.

Llega el momento de mi salida a escena. El público ve aparecer dos pequeñas manos que se agarran a la valla, luego asoma una cabeza por encima; un brazo, una pierna y un cuerpo. Por fin un niño se deja caer sobre el escenario trastabillando ligeramente hacia atrás aunque sin llegar a caer. ALGUNAS RISAS ENTRE EL PUBLICO.  Mi cara se congestiona; una punzada nerviosa me aguijonea el estómago hasta la nausea. Sin seguir el guion trazado, me vuelvo lentamente hacia la boca del escenario. Las candilejas encendidas, con su potente luz blanca ciega al actor novel y le impiden ver más allá.  Mi pavor al enfrentarme a ese negro vacío, presentidamente repleto de público, me deja totalmente paralizado y sin poder articular palabra. Las risas arrecian. El apuntador desde su concha, frenético, repite mi frase y me incita a actuar. Los compañeros entre  las bambalinas me animan. Mi cara debe ser ya, o al menos a mí me lo parece, una roja bombilla que atrae todas las miradas.  A punto de romper a llorar, paralizado de terror, hipnotizado por el negro espacio frente a mí, lo miro fijamente sin poder ni moverme; estoy a punto de orinarme encima. El teatro ha estallado ya en carcajadas.  D. Benito, siempre al quite, toma el control de la situación. El resto de los actores entran en tropel en el escenario, como persiguiendo al perro, y casi a rastras me sacan de allí.

Todo ha pasado en menos tiempo del que se tarda en contarlo pero a mi me parece una eternidad. Entre bambalinas di rienda suelta a mi frustración con la conciencia de haber hecho el ridículo, llorando todo lo que un niño puede llorar, que es mucho. Al terminar la representación  no quería salir del escenario, no quería ver a mi familia, ni amigos, ni conocidos… Hay veces que uno quiere que se lo trague la tierra, pero ésta es renuente a tragar cuerpos extraños y generalmente no te engulle. Así que al final hay que salir…

Pero todavía hubo algo peor. Volver al colegio después cada día y soportar las bromas y pullas de todos los compañeros: “¿Has encontrado ya el perro…?”. Alguna pelea con los compañeros dejó rastro en mi anatomía.  Pero, después de un tiempo prudencial  D. Benito cortó el tema por lo sano y allí se acabo el martirio. Nunca más he intentado actuar en teatro. El pánico escénico se enseñoreó de mí para toda la vida. Mi actuación fue “única”.

Como consecuencia de ello, quizás uno de los chistes que más me gusta, es aquel en que una compañía de zarzuela que actúa en un pueblo, contrata localmente a un aficionado de buena voz pero sin experiencia, para una muy breve e irrelevante aparición, un partiquino, en lenguaje teatral.

En la antesala de la habitación en que el Rey se encuentra enfermo, el barítono, un gentilhombre de la corte, pregunta al sirviente que debe salir apenas un paso de las bambalinas:

  • “¿Cóóóómo está el Rey?”, a lo que el sirviente, el partiquino, debía responder simplemente: “Reeeegular”.

Al igual que en mi caso, tras un par de ensayos satisfactorios llega el día de la actuación. El público local espera expectante la aparición  de su conciudadano. El contratado otea tras el telón la concurrencia de amigos y paisanos. El teatro está a tope para ver actuar al “actor” local. Nervioso ensaya entre bambalinas sin parar su breve actuación. Por fin llega el momento. El gentilhombre aparece en el escenario y canta su pregunta. El contratado, atenazado por el pánico escénico, no sale a escena, sus piernas se niegan a andar, pese a ser empujado por detrás por el resto de la compañía para que cumpla su breve cometido. Agarrado con un brazo a cualquier cosa sólida que  encuentra no hay manera de moverlo del sitio. Al fin, asoma únicamente su otro brazo por la bambalina y gira su mano totalmente abierta, a un lado y otro, en esa forma en que se suele indicar que algo está regular, mientras todo el teatro estalla en carcajadas…

Es una historia para escenificar personalmente y quizás contada no sea muy graciosa, pero os aseguro, que a mi me divierte como pocas por los recuerdos que me trae a la memoria tantos años después.

                                                                                     Ulises

Un divertido canon, el brindis de W. A. Mozart,  interpretado de forma también muy divertida por el coro de Manises: 

 https://www.youtube.com/watch?v=FvH78vwvH7w

 

NUEVOS RELATOS DE ULYSES

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MI CHERNÓBIL

 Aunque incluyo este escrito entre  los relatos de Ulyses, no es una historia de ficción. Se narran hechos reales que sucedieron tal y como aquí se cuentan.

Trabajé entre los años 1977 y 1989 con empresas dedicadas a la pesca de altura en la costa occidental de África. Unas, españolas, radicadas en Las Palmas de Gran Canaria y otras mixtas, hispano marroquíes, con base en Casablanca. Todos los buques que tenían en operación (diez si mal no recuerdo) se habían construido en astilleros españoles. Alrededor del año 1985 la Unión Europea tratando de reducir la presión sobre los caladeros europeos, aprobó una normativa por la que los buques pesqueros  adquiridos para retirarlos de la pesca, bien por su traslado fuera de la UE o por su transformación en buques de recreo, tendrían una prima sobre el precio de venta del 70% que pagaría la propia UE. O sea, el adquirente del buque solamente tendría que pagar el 30% del precio pactado con el vendedor.

Una de las empresas marroquíes decidió iniciar las gestiones para ver qué posibilidades había de conseguir un buque de gran porte para explorar otros caladeros.  A partir del mes de octubre de 1986, los expertos de la empresa visitaron  diversos puertos y muchos barcos que estaban en oferta. Al final, el puerto en el que  se centraron fue el de Kingston upon Hull, o simplemente Hull, en Yorkshire,  en el estuario del rio Humber, zona de larga tradición pesquera. Allí, no solo había una buena oferta de barcos grandes para la pesca, sino muchos pequeños pesqueros. Un astillero local que  visitamos, nos mostró reportajes fotográficos de barcos de este tipo transformados para ocio, dotados de todas las comodidades y modernos sistemas de navegación, cuyo coste era casi irrisorio comparados con los nuevos del mismo tipo y utilidad.

Atraviesa el estuario del río Humber un espectacular puente colgante cuyo  vano central tiene una longitud de 1410 mts. Fue durante 17 años, el puente con el vano más largo del mundo, superado en 1998 por el de Akashi Kaikyō, en Japón.

Dada su situación, fue históricamente un puerto bien situado para comerciar con Europa del Norte. Hasta final del siglo XIX fue base para la pesca de ballenas y a partir de 1900, se centró en el arenque, haddock (eglefino) y bacalao.  El haddock de la familia del bacalao, es de menor tamaño, y su carne es de menor calidad; creo que los nombres con que se conoce en nuestras latitudes son merlán, burro o anón. Entero es fácilmente identificable por su línea negra lateral a ambos lados que lo diferencian del bacalao.

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HUMBER BRIDGE

 Se comercializa fresco, congelado, ahumado, seco y salado, en rodajas o filetes. Aunque no es de la misma calidad, es comercializado  como bacalao, sobre todo cuando se vende ya limpio y cortado en filetes congelado o ahumado. Abajo una imagen del haddock con su característica línea negra.

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Uno de los barcos visitado y descartado fue el “ARTIC CORSAIR”, de más tonelaje que los citados abajo, pero muy antiguo y peor equipado. En la actualidad está anclado en el puerto como museo de la actividad pesquera.

Al final se seleccionaron dos, el PICT y el THOR, pendientes de la decisión de la dirección de la empresa y de las negociaciones con la empresa propietaria, British United Trawlers Ltd. Eran dos magníficos buques de algo más de 100 metros de eslora muy bien equipados, que se habían dedicado principalmente a la pesca y ahumado del arenque con destino a los mercados del norte de Europa.

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ARTIC CORSAIR

 El primero, ya había retirado de sus bodegas toda la maquinaria de preparación y ahumado de los arenques, así como la de elaboración de  harina de pescado para piensos que se hacía con los residuos de los arenques y el resto de las especies capturadas. Toda la bodega era un inmenso frigorífico y disponía de un túnel de congelación a -60º. Era un arrastrero por popa con una maquinilla de  arrastre de gran potencia. Aunque su precio era mayor, ya estaba casi adaptado para la actividad a la que se pretendía dedicarlo.

De su potencia y fiabilidad era un indicio que durante la Guerra de las Malvinas, el buque fue fletado por la Royal Navy como transporte de suministros, tripulado por personal de la misma.  Poseía dos potentísimos motores, que a través de un complejo mecanismo, transmitían su potencia a un solo eje. La hélice era de paso controlado o variable (no recuerdo exactamente) y estaba provista de una tobera, mecanismo simple que montado alrededor de la misma aumenta su potencia propulsora.

El proceso de la compra de un buque es complejo en su aspecto técnico y arduo en las negociaciones económicas. En el aspecto documental se rige por unos contratos y procedimientos estándar de la Cámara de Comercio de París. Era necesario estar, en permanente contacto con el Ministerio de Marina Británico (muy ágil para resolver los temas dudosos) para no omitir algún requisito o incurrir en algún error que dificultara al vendedor el cobro de ese 70% que pagaba la UE. Al fin, tras varios viajes, reuniones y negociaciones, la compra llegó a su fin y el PICT, que resultó elegido, entró en dique seco en astilleros del puerto de Hull, para su revisión final y puesta a punto para navegar.

La tripulación que debía hacerse cargo del buque se componía de un patrón de navegación británico, ya a bordo; el patrón de pesca, coreano, y una mínima tripulación, sobre todo de maquinistas (engrasadores en el argot),  para navegar hasta Vigo, donde se incorporaría el resto del personal y se dotaría al barco de la maquinaria necesaria para su nuevo cometido. El patrón de pesca y los marineros, venían de Canarias, vía Lisboa, estos últimos, gente muy joven.

Yo los esperaba en el aeropuerto de Heathrow para llevarlos a la estación de King Cross-St. Pancras, donde previamente había comprado billetes abiertos para viajar a Hull. A la hora prevista se comunicó la llegada puntual del vuelo en el panel de llegadas. Pero 45 minutos después, no aparecía nadie de la tripulación por la puerta de salida. Unos 15 minutos más tarde, un funcionario de Aduanas asomó por la puerta de salida de pasajeros acompañado del patrón de pesca, voceando: “Mr. Candela, Mr. Candela…”.  Al oírlo me alarmé y me apresuré a darme a conocer. Me llevó a la oficina de la aduana, donde me enteré de la causa del retraso. Los jóvenes marineros, que nunca habían estado en un país europeo se habían provisto en Las Palmas de cartones de cigarrillos (muy baratos como todo el mundo sabe) para el largo periodo que iban a pasar a bordo. Un Vista de aduanas de origen indio, intentó confiscarles el tabaco (menos dos cartones a cada uno) y se armó el cisco. Casi llegan a las manos y tuvo que mediar la policía, bastante más comprensiva que el aduanero.  Como nadie del grupo hablaba inglés, el problema había sido mayúsculo.

Un caballero alto de pelo blanco y con bigote de  oficial militar de Colonias, al ver que yo hablaba inglés, me llevó aparte y con buen humor británico, que siempre he apreciado, me puso al corriente de lo sucedido. Era el jefe de la Aduana del Aeropuerto. Recogí los pasaportes de los marineros, emitidos en Las Palmas solo dos días antes y le explique que alguno de los muchachos tenía experiencia en pesca en la costa africana, otros nunca antes habían salido de Canarias, como pudo comprobar por los pasaportes; ninguno había estado en Europa antes y desconocían las leyes de aduanas europeas. Le mostré los billetes de tren para Hull para que comprobara que no iban a quedarse en UK.

El caballero me pidió que aguardara y se llevó al aduanero aparte intentando que flexibilizara su postura, pero viendo sus gestos comprendí, que lo había hecho una cuestión personal y su superior no pudo insistir más.

Resultado: una multa a cada uno  y confiscación del tabaco que superaba lo permitido. Aunque la multa no era excesiva, yo no llevaba dinero suficiente. Busque  una sucursal de Barclays Bank en el aeropuerto, entidad en la que la sociedad había depositado algunos fondos para gastos y me facilitó la cantidad necesaria. Me dirigí a la oficina de la aduana pagué las multas y di por terminado el incidente.

Al exigir el aduanero la entrega de los cartones del exceso, los marineros  me dijeron que preguntara  cual iba a ser el destino de ese tabaco.  El jefe de Aduana me dijo que se destruía.  En ese momento, los chicos que se habían puesto de acuerdo, tras sacar los dos cartones permitidos a cada uno, arrojaron las bolsas al suelo y empezaron a saltar encima hasta que estaban hechos picadillo diciendo: “Este hijo de puta no se va a aprovechar de nuestro tabaco”, frase que afortunadamente no entendió el aduanero que estaba rojo de ira. Me asusté por las posibles consecuencias, pero me tranquilicé cuando vi que el Jefe de la Aduana se esforzaba por ocultar una amplia sonrisa. El indio trató de enredar más, pero ahí sí que el jefe hizo valer su autoridad. Se despidió de mi con una amplia sonrisa y un apretón de manos al tiempo que me decía: “Spanish sailors are very brave…”, “Yes, in fact as you probably know, the life in the sea is not for weak people…” a lo que me respondió “I know it perfectly. I was in the Navy in the Second World War”. Si el tabaco era para destruir, destruido estaba… aunque quizás alguien tuviera en mente otro destino.

Contrate un par de taxis y nos fuimos a la estación. Los billetes que eran válidos hasta cierta hora habían caducado; expliqué al jefe del servicio que el vuelo había llegado con retraso y los problemas con la aduana; le mostré los justificantes de las multas y con un pequeño pago adicional por cada uno, me emitió los definitivos. Cuando partió el tren, respiré hondo y para tranquilizarme me fui dando un paseo hasta el hotel en que me alojaba que era el Whitehouse (en la actualidad gestionado por Meliá), junto a Regent Park. Un paseo de un par de kilómetros.

Cuando llegué estaba agotado por los acontecimientos del día. Me duché y puse el pijama; cogí del mueble bar una bebida y conecté el televisor para ver qué había pasado por el mundo. Me golpeó la misma noticia, en todos los canales: ese día se había dado a conocer la catástrofe de Chernóbil sucedida dos días antes: era el día 27 de abril de 1987. Llamé enseguida a mi casa para comentarlo con mi esposa, que todavía no sabía nada. Luego me dijo que ya estaban dando la noticia en todos los telediarios, pero la alarma en España no era tan alta como en el norte de Europa, hacia donde los vientos habían movido la nube radioactiva.

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EL BUQUE PICT EN EL PUERTO DE HULL