El rito nace asociado a manifestaciones mágico-religiosas, y es tan antiguo como el hombre. Desde las incipientes e imprecisas liturgias ceremoniales en torno a la caza, al objeto de acopiar prerrogativas divinas, garantizando los futuros lances cinegéticos -pues de ellos dependía la pitanza de la horda- hasta nuestros días, las civilizaciones no han dejado de ir incorporando paulatinamente tanto espléndidos como discretos rituales al quehacer cotidiano. Todo aquello que suponía un logro, beneficio o regalado placer, merecía convertirse en objeto de culto desgastando con este uso doméstico su religioso sentido de origen.
A mi generación, y a las precedentes menos, les resultaría imposible extrañar el uso de las etiquetas. Su incorporación en el devenir diario las hacía tan familiares como inquebrantables. Abarcaban desde lo puramente espiritual a lo más orgánico.
Valga el ejemplo de algo tan sencillo como era comer: En mi casa montar la mesa requería de un pequeño protocolo que mi hermano y yo alternábamos. Primero el mantel, después los vasos y cubiertos, distribuidos y ordenados, y las servilletas de tejido, por supuesto. Rebanábamos el pan y se servía en su panera junto con el vino y el sifón, el aperitivo y el plato de fiambre. Y sólo cuando mi padre tomaba asiento se podía comenzar. En la mayoría de los hogares, además, se bendecían los alimentos. Y como cabe suponer, nadie abandonaba la mesa hasta recibir la autorización del cabeza de familia. Evidentemente a más comensales y menor vinculación a la familia, mayor aparato escénico.
El simple hecho de echar un pitillo precisaba de un receso en el trabajo, pues era imprescindible liar antes, con primorosa indolencia, la picadura del tabaco que compartirían entre humos y risas.
El cortejo daba al sexo la calidad amatoria necesaria para su ulterior idealización.
Y la caza se practicaba normada de tal manera, que cualquier vestigio predatorio quedaba conjurado elevándose con ello a categoría de arte.
De los toros, ni hablo…
Así como tampoco acabaría de enumerar los ámbitos y actuaciones en los cuales la arquitectura del rito ejercía y ejerce, de severo antídoto contra lo banal.
¿Cómo? Sencillo: Al obligarnos a girar sobre el objeto, ralentiza y ordena nuestro deseo. Esta modulación inconsciente de la voluntad nos sume en un sutil trance de preparación, acentuando la conciencia de agradecimiento íntimo ante la inminencia del deleite, reconociendo con ello el potencial benefactor que para nosotros representa. Pero hay más. Nos induce al reconocimiento de jerarquías, y a la necesidad de acatarlas desde el respeto al rango y la norma; esta consideración no tiene nada en común con la imposición desde la autoridad.
En resumen, las necesidades básicas del ser humano: Alimentarse, reproducirse, ampararse, descansar, etc., son idénticas a la de cualquier bestia. Aquello que las redime de su condición animal es simplemente el boato litúrgico certificando el rito. Y gracias a él, nutrirse se muta en gastronomía, holgar en amor, el pan en divinidad, etc.
Pero de un tiempo atrás, percibo, sobre todo a través de mis hijos, como la sociedad va despreciando contenidos que supongan concesiones al más mínimo ceremonial.
El pragmatismo de este materialismo consumista, nos ha enseñado lo práctico de ir sin preámbulos al objeto o a la acción. Esta moderna soberbia colectiva basada en la seguridad de abastecimiento ha ido declinando el uso de un rito, que sólo le aporta pérdidas de tiempo y patologías sentimentales en torno a las finalidades.
¡Peor para ella!
Yo por mi parte y antes de sentarme a escribir estas líneas, he preparado, como rezan los preceptos Zen, un té verde y, para cristianizar el descubrimiento de este nuevo rito en torno a la escritura, lo he sahumado con un magnífico habano.
- Con pluma ajena. Nueva colaboración de mi amigo El Espadachín