A IMAGEN Y SEMEJANZA

Hace ya algunos meses, comuniqué que un buen amigo, al que adjudiqué por nombre «el espadachín», me cedió algunos de sus artículos para que pudiera publicarlos en este batiburrillo que yo llamo mi blog. A continuación va uno y espero que lo disfruten.

Cuando mi abuela se arrimaba a besarme, traía prendido en ella el secreto de lo cocinado. Sus manos delataban con ese aroma mixturado de especias y guiso aquello que disfrutaríamos comiendo.

Con la simple evocación de este pequeño detalle, advierto, como ha cambiado nuestra percepción en poco más de veinte años. Porque, a que negarlo, vivimos atrapados en la era de la imagen. Si bien es cierto que la imagen nos ha acompañado desde el alumbramiento del arte. No se hace menos evidente, como en estos últimos años la iconografía ha impuesto lo que empieza a ser ya su tiránico lenguaje. Siempre la hemos preferido a las mil palabras, sin calcular que terminaría desplazando a la lectura, y a la posibilidad de confeccionar ideogramas propios. Crea adicción. Pero tranquilos. No engorda, ni moral ni intelectualmente. Su inconsistencia queda probadamente demostrada en la desnutrición creativa que padecen nuestros hijos. Ya pueden deglutir horas y horas de imagen, no importa, al final del día no recuerdan nada. Por tanto, deben continuar incansablemente consumiendo este vacuo pasto.

Hemos pasado de cifrar las cosas por su rendimiento, a hacerlo por su apariencia. No en balde, la alta definición opera e insiste en el objeto, convirtiendo el resultado de su perfección en filosofía de vida y mercado.

Díganme: ¿Cuándo han visto una fruta tan lustrosa, mejor pigmentada, y de calibre más generoso que la actual? ¿Y los pollos? Que esplendor de gallináceas. Tan rollizas y pajizas. Tan pulcramente reiteradas y primorosamente desplumadas. Tan pornográficamente ordenadas. Es una pena, pero tras esa apoteosis ocular solo queda el desencanto organoléptico; ni la fruta, ni los pollos, ni un sin fin de cosas más soportan allende del compromiso visual.

Todos los estereotipos y arquetipos actuales son –en definitiva- el destilado del apabullante discurso grafico: Las mujeres han de mostrarse en el insano límite de sus carnes, pero compensadas con esplendidez de silicona en aquellas partes del escaparte que dan al público. Los hombres para serlo han de parecerlo, pues el relieve de unos abdominales puntúa más en un curriculum que hablar seis idiomas, de hecho, si no abren la boca, ¡mejor! Sin coche no eres nadie, pero aun eres menos sin el milagro de esa colonia postradora de voluntades femeninas. El hogar dejará de ser tal, para convertirse en una cueva multimedia donde solo se sabe habitado por la familia cuando te encuentras con el baño ocupado… En fin. No acabaría la enumeración. La sagacidad con la cual ha manejado esta sociedad de consumo los beneficios de la imagen, conforma la prueba de la esclavitud padecida por el hombre moderno. Lo peor es, en definitiva, la gestión publicitaria para involucrarnos en los flujos de consumo. Pues jamás promueve la parte más razonable del hombre, hallando la vulnerabilidad siempre en lo más básico e instintivo de éste. Insistir, sobre todo, en su animalidad –sinónimo de autocomplacencia, egoísmo y egocentrismo- es aproximarse a las claves captoras de sus potenciales clientes.

El espejo solo puede reflejar aquello que lo contempla. No puede engañarnos, como tampoco nosotros podemos engañarlo. La imagen de esta sociedad es obra nuestra, nos guste o no, y en ella hemos venido transparentado nuestros deseos y concreciones.

Procura, si vas a salir, asomarte antes al tocador. Perfila con atención cada uno de los requisitos indumentarios para encajar sin estridencias dentro del cliché impuesto. Y olvida esa suma de impresiones sensoriales, reclutadas al margen de la norma, que te hacen sentir y ser distinto. Tan solo sirven para ser desleídas en la sustancia de los sueños, las evocaciones y las añoranzas. Si tu deseo es realmente el de triunfar: Renuncia a tus esencias y concíbete a semejanza de la omnipotente imagen.     

Con pluma ajena: El Espadachín

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