Francisco Javier de Balmis y Berenguer (Alicante, 2 de diciembre de 1753-Madrid, 12 de febrero de 1819) fue un cirujano y médico militar honorario de la corte del rey Carlos IV. Encabezó la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, también conocida como Expedición Balmis.
Hijo y nieto de cirujanos, siguió desde muy joven la tradición familiar. Balmis terminó sus estudios secundarios a los diecisiete años y comenzó su carrera de medicina en el Hospital Real Militar de Alicante donde fue practicante al lado del cirujano mayor durante cinco años. Años después se trasladó a la Habana y, más tarde, a la ciudad de México, donde sirvió como primer cirujano en el hospital de San Juan de Dios. Estudió remedios para enfermedades venéreas que le serviría para publicar más tarde el tratado de las virtudes del agave y la begonia (Madrid, 1794).
De vuelta en España, llegó a ser el médico personal de Carlos IV. Convenció al rey para enviar una expedición a América a vacunar masivamente a la población con la recién descubierta vacuna de la viruela, enfermedad que diezmaba las poblaciones del mundo. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que el rey Carlos IV apoyó y sufragó con fondos públicos, pues su propia hija, la infanta María Teresa, había fallecido a causa de la enfermedad. Aceptó por tanto la idea del Dr. Balmis para vacunar al mayor número de niños a lo largo del imperio español ya que la alta letalidad del virus estaba ocasionando la muerte de miles de niños.
Francisco Javier Balmis y José Salvany fueron el alma de la expedición, que partió del puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 a bordo de la corbeta María Pita. De allí viajó a San Juan de Puerto Rico, La Guaira, Puerto Cabello, Caracas, La Habana, Mérida, Veracruz y la Ciudad de Nueva Granada[1] en el sur.
Antes de que se descubriera la vacuna propiamente dicha, gracias a la cual se ha conseguido erradicar la viruela, se utilizaba una técnica conocida como variolación. Consistía en extraer, a una persona que estuviera ya en la última fase de la enfermedad, líquido de sus pústulas e inoculárselo a otra persona, mediante una incisión hecha en el brazo. El receptor se infectaba, pero rara vez moría, al recibir una dosis reducida de virus.
Fue un médico rural inglés, Edward Jenner, quien observó que las ordeñadoras de vacas adquirían ocasionalmente una especie de «viruela de vaca» o «viruela vacuna» por el contacto continuado con estos animales, y que era una variante leve de la mortífera viruela «humana», contra la que quedaban así inmunizadas. Adaptó la técnica de la variolación, extrayendo el líquido de las pústulas de la ubre de una vaca enferma para inoculárselo a James Philips, un niño de 8 años. El pequeño mostró síntomas de la infección de viruela vacuna, pero mucho más leve, y no murió. El resto de los niños inoculados respondieron sorprendentemente bien y quedaron inmunizados contra la viruela humana. Tras ello, Jenner hizo otro importante descubrimiento: no era imprescindible la utilización de las vacas puesto que el líquido infectado podía transmitirse de una persona a otra. En el lugar en el cual se había llevado a cabo la punción, el receptor desarrollaba pústulas, el líquido de las cuales podía extraerse y emplearse para administrar nuevas vacunas.
Lo que resultaba difícil en aquella época era mantener en condiciones el suero de vacunación, que solo surte efecto mientras estén activos los virus que contiene. Hoy tenemos medios de conservación a baja temperatura, pero entonces, para lograr que se conservara tan solo unos diez días lo que se hacía era empapar algodón en rama con el fluido y guardarlo entre dos placas de vidrio selladas con cera. El procedimiento era adecuado en Europa, pero cruzar el Atlántico suponía saltarse, con mucho, el periodo de actividad del preciado líquido. Una dificultad añadida era que en América no había vacas con las que se pudiera practicar la variolación. Y era justamente América a donde el rey de España Carlos IV quería llevar la vacuna. Cinco años después de la publicación de este descubrimiento, en 1803, Carlos IV, aconsejado por Balmis, mandó organizar una expedición para extender la vacuna a todos los dominios de Ultramar, América y Filipinas. El principal problema que se le planteaba a Balmis, a quien se le confió esta misión, era cómo conseguir que la vacuna resistiese todo el trayecto en perfecto estado. La solución se le ocurrió al mismo Balmis, y podría denominarse transporte humano en vivo. Iría a bordo un grupo de personas no vacunadas. A dos de estas se les inocularía el virus y se los separaría del resto. Hacia el final del proceso patológico se les extraería líquido de sus pústulas, destinado a las siguientes dos personas, y así sucesivamente hasta llegar a Sudamérica. Balmis decidió llevar consigo 22 niños huérfanos de entre tres y nueve años.
El 30 de noviembre de 1803 zarpó el navío María Pita, con 37 personas desde el puerto de La Coruña. Entre los veintidós niños había seis procedentes de la Casa de Desamparados de Madrid; otros once del Hospital de la Caridad de La Coruña y cinco de Santiago. La vacuna debió ser llevada por niños que no hubieran pasado la viruela, y se transmitió de uno a otro cada nueve o diez días. Entre los niños se encontraba el hijo de Isabel Zendal Gómez, Benito Vélez, de nueve años, hijo de la enfermera y rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña. El resto del personal técnico estaba formado por Balmis, Salvany, dos médicos asistentes, dos practicantes y la citada enfermera.
Las normas de la expedición indicaban claramente el cuidado que los niños debían recibir: […] Serán bien tratados, mantenidos y educados, hasta que tengan ocupación o destino con que vivir, conforme a su clase y devueltos a los pueblos de su naturaleza, los que se hubiesen sacado con esa condición.
Cada niño recibió un hatillo que contenía dos pares de zapatos, seis camisas, un sombrero, tres pantalones con sus respectivas chaquetas de lienzo y otro pantalón más de paño para los días más fríos. Para el aseo personal: tres pañuelos para el cuello, otros tres para la nariz y un peine; y para comer: un vaso, un plato y un juego completo de cubiertos.
La expedición hizo la primera escala en Santa Cruz de Tenerife, donde pasó un mes vacunando, zarpando de nuevo el 6 de enero de 1804, llegando a Puerto Rico el 9 de febrero de 1804. A su llegada conocieron que la vacuna había sido llevada a la isla desde la colonia danesa de Santo Tomás.
Continuaron navegación hacia Venezuela, donde arribaron en marzo de 1804. Allí decidieron dividirse para multiplicar los esfuerzos. Balmis se trasladó a Caracas, donde instaló la Junta Central de la Vacuna con el apoyo de José Domingo Díaz y Vicente Salías, marchando a continuación a Puerto Cabello y La Habana. El 26 de mayo de 1804 llegó al puerto de La Habana. A su arribada conocieron que la vacunación contra la viruela ya había sido llevada a cabo gracias a la actividad de Tomás Romay. Balmis se encaminó hacia México vacunando y formando a nuevos sanitarios, extendiendo su actividad hasta Texas.
Por su parte, el segundo cirujano de Balmis, José Salvany y Lleopart y su equipo, marcharon hacia América del Sur. Se adentró en Nueva Granada y el Virreinato del Perú [2]
]. Tardó siete años en recorrer el territorio, donde le esperaba un periplo lleno de penalidades en una geografía con distancias descomunales y todo tipo de obstáculos. Él mismo relató así, desde Cochabamba, Bolivia, las dificultades que él y sus hombres tuvieron que superar: “No nos han detenido ni un solo momento la falta de caminos, mucho menos las aguas, nieves, hambres y sed que muchas veces hemos sufrido”. Las duras condiciones y los esfuerzos del viaje se llevaron la vida del propio Salvany, que murió en Cochabamba en 1810.
Tras su trabajo en México, Balmis decidió continuar su labor con las poblaciones del Pacifico. Isabel permanecería en la ciudad mexicana de Puebla con su hijo, ya no volverían a España.
Para sustituir a los niños embarcados en España, recogió veintiséis nuevos huérfanos que mantuvieran la vacuna viva durante la larga travesía del océano Pacífico a bordo del navío Magallanes. Partieron el 8 de febrero de 1805 del puerto de Acapulco, llegando a Manila el 15 de abril. En las Filipinas la expedición recibió una importante ayuda de la Iglesia para organizar las vacunaciones. El 14 de agosto de 1809 el grueso de la expedición regresó a Acapulco, mientras Balmis, descartando volver a tierras novohispanas, siguió avanzando hacia la China.
Conociendo que la vacuna no había alcanzado China, Balmis solicitó permiso para marchar hacia Macao, permiso que le fue concedido, partiendo de Manila el 3 de septiembre de 1805. Arribó tras un accidentado viaje a la colonia portuguesa de Macao, y el 5 de octubre de ese mismo año se adentró en territorio chino. Vacunó a la población de varias ciudades hasta llegar a la provincia de Cantón. Tras su concluir su trabajo en China, decidió volver a España.
En su camino de vuelta, Balmis consiguió convencer a las autoridades británicas de la isla Santa Elena (1806) para que accediesen a la vacunación de la población. Tras esa última campaña, se hicieron de nuevo al mar, arribando a Lisboa el 14 de agosto de 1806. Su vuelta a Madrid se produjo el 7 de septiembre. Carlos IV lo recibió en su palacio de San Ildefonso, donde lo colmó de honores y felicitaciones.
El propio descubridor de la vacuna de la viruela Edward Jenner escribió sobre la expedición: No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este.
Sobre el mismo hecho Alexander von Humboldt escribía en 1825: Este viaje permanecerá como el más memorable en los anales de la historia.
En cuanto a los pequeños grandes héroes, los portadores de los virus, una vez cumplida su misión, fueron en su mayoría adoptados por familias locales acomodadas como agradecimiento a la colaboración prestada en tan grande acto de ayuda humanitaria. Ninguno de ellos volvió a España.
[1] Actuales Perú, Chile y Bolivia
[2] Nueva Granada. El territorio de esa denominación abarcaba los países actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá.