LA DEMOCRACIA EN AMERICA

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ALEXIS DE TOCQUEVILLE.

La noticia aparecida en la prensa de que un cretino, concejal del Ayuntamiento de Los Ángeles (California), ha ordenado la retirada de una estatua dedicada a Cristóbal Colón, y su afirmación de que debían destruirse en todo el mundo, por considerarlo el iniciador de un genocidio sin precedentes en la historia, me ha llevado a publicar este artículo en mi blog, que hace tiempo venía preparando.

Me uno a la indignación del admirado Sr. Pérez Reverte y espero que sirvan las informaciones de Monsieur Tocqueville, para ofrecer unas autorizadas opiniones sobre quiénes fueron los autores del genocidio en lo que hoy son los Estados Unidos de América.

El pobre don Cristóbal, abrió nuevos horizontes, grandes espacios para la humanidad, y de ninguna manera puede ser culpable de lo que hicieron los que vinieron tras él. Como se puede comprobar en las transcripciones que tomo del libro de Monsieur Tocqueville que da título a este artículo, no fue Colón quien perpetró el genocidio, sino todos los pueblos que invadieron el norte de ese continente, muy en especial los sajones.

Quiero que sirva también este escrito para poner de manifiesto el distinto trato que tuvieron los países colonizados por España y Portugal (a pesar de la leyenda negra urdida por esos mismos sajones que cometían todo tipo de tropelías y negaban cualquier derecho a los pueblos sometidos), que conservan grandes poblaciones indígenas y mestizas, con las del norte del continente donde tuvieron que confinar a los nativos allí existentes en una especie de zoológicos, ocultos tras la neutra denominación de “Reservas”, con el objeto de que no se perdieran totalmente las razas anteriores a su colonización.

Alexis Henri Charles de Clérel, vizconde de Tocqueville, fue un pensador, jurista, político e historiador francés, precursor de la sociología y uno de los más importantes ideólogos del liberalismo temprano. Tocqueville es conocido por su obra «La democracia en América» en dos volúmenes y también por «El Antiguo Régimen y la Revolución«.

Nacido el 29 de julio de 1805 en una familia de monárquicos que perdió a varios de sus miembros durante el período conocido como “El Terror” en la Revolución francesa. La caída de Robespierre (el modelo del gran demócrata Lenin) en el año II de la Revolución (1794), libró in extremis a sus padres de la guillotina. Probablemente por esta razón, desconfió toda su vida de los revolucionarios, sin que ello lo llevara a planteamientos ultraconservadores.

Estudió Derecho y obtuvo una plaza de magistrado en Versalles en 1827. Su inquietud intelectual lo llevó a aceptar una misión gubernamental para viajar a los Estados Unidos a estudiar su sistema penitenciario en 1831. Su estancia allí duró nueve meses, y le sirvió para profundizar en el análisis de los sistemas político y social estadounidense, que describió con mucha amplitud en la obra que ha servido de base a este artículo.

Todo lo transcrito, es una muy pequeña parte del capitulo 10 de la obra, cuyo titulo es “Consideraciones sobre las tres razas que habitan Estados Unidos”. Tras el capitulo dedicado a los nativos indios viene otro de título: “Posición que ocupa la raza negra en los EEUU; peligros que su presencia hace correr a los blancos”. Más adelante publicaré algunas reflexiones que hace sobre el tema de ese capítulo. No tienen desperdicio. Realmente vale la pena leer el libro porque es extraordinario e instructivo.

“Estado actual y probable futuro de las tribus indias que habitan el territorio poseído por la Unión”.

“Todas las tribus indias que en otro tiempo habitaban el territorio de Nueva Inglaterra, los narragansetts, los mohicanos, los pecots, sólo existen ya en el recuerdo de los hombres; los lenapes, que recibieron a Penn hace ciento cincuenta años en las orillas del Delaware, hoy han desaparecido. He conocido a los últimos iroqueses: pedían limosna. Todos los pueblos que acabo de nombrar se extendían antaño hasta la orilla del mar; ahora hay que andar más de cien leguas por el interior del continente para encontrar un indio. A estos salvajes no sólo se les ha hecho retroceder, sino que se les ha destruido[i]. A medida que los indígenas huyen y mueren, ocupa su lugar y crece incesantemente un pueblo inmenso. Nunca se había visto entre las naciones un desarrollo tan prodigioso y una destrucción tan rápida. En cuanto a cómo se opera esta destrucción, es fácil describirlo”.

“Cuando los indios eran los únicos que habitaban el desierto del que hoy se les expulsa, sus necesidades eran escasas; ellos mismos fabricaban sus armas, el agua de los ríos su única bebida y usaban por vestidura la piel de los animales cuya carne les servía de alimento”.

“Los europeos introdujeron entre los indígenas de América del Norte las armas de fuego, el hierro y el aguardiente y les enseñaron a sustituir con nuestros tejidos las bárbaras vestimentas con que hasta entonces se había contentado la simplicidad india. Al contraer nuevos gustos, los indios no aprendieron el arte de satisfacerlos y han tenido que recurrir a la industria de los blancos. A cambio de estos bienes que no sabía crear, el salvaje no podía ofrecer nada sino las ricas pieles que aún encerraban sus bosques. A partir de ese momento, la caza no sólo debía ya proveer a sus necesidades sino a las pasiones frívolas de Europa. Ya no perseguía a los animales de las selvas sólo para nutrirse, sino para procurarse los únicos objetos de intercambio que podía ofrecernos[ii]”.

“Mientras las necesidades de los indígenas iban así aumentando, sus recursos no dejaban de decrecer. Tan pronto como un establecimiento europeo se implanta junto a un territorio ocupado por los indios, la caza se siente alarmada[iii] . Los millares de salvajes que erraban por los bosques sin morada fija no la espantaban; pero en el instante en que el estruendo continuo de la industria europea se deja oír en algún sitio, empieza a huir y a retirarse hacia el este, donde su instinto le dice que todavía encontrará desiertos sin límites. Las manadas de bisontes se retiran sin cesar -dicen los señores Cass y Clark en su informe al Congreso de 4 de febrero de 1829-; hace algunos años se acercan todavía al pie de los Alleghany; dentro de pocos será tal vez difícil ver alguno en las inmensas llanuras que se extienden frente a las Montañas Rocosas. Me han asegurado que el efecto de la proximidad de los blancos a veces se dejaba sentir a doscientas leguas de la frontera. Su influencia se ejerce así sobre tribus cuyo nombre apenas conocen, y que padecen los males de la usurpación mucho antes de conocer a los autores de la misma[iv]”.

[…]

“Les resulta fácil hacerlo, pues los límites del territorio de un pueblo cazador siempre son imprecisos. Por otra parte, este territorio pertenece a la nación entera y no es propiedad nadie determinado; el interés individual no defiende, pues, ninguna de sus partes”.

“Unas cuantas familias europeas, ocupando puntos muy alejados entre sí, acaban de expulsar definitivamente a animales salvajes de todo el espacio intermedio que se extiende entre ellas. Los indios, que hasta entonces habían vivido en una especie de abundancia, apenas encuentran medios de subsistencia, y aún les resulta más difícil procurarse los objetos con que realizan el intercambio que necesitan. Espantarles la caza es como llevar la esterilidad a los campos de nuestros cultivadores. Pronto los medios de existencia faltan por completo. Se ve entonces a esos desventurados, vagar como lobos hambrientos por sus bosques desiertos. El amor instintivo de la patria los ata al suelo que los vio nacer[v], donde no encuentran más que miseria y muerte. Por último, se deciden; parten de allí, y siguiendo a distancia en su huida al alce, al búfalo y al castor, dejan a estos animales el cuidado de escoger su nueva patria. No son, pues, propiamente hablando, los europeos, quienes echan del territorio a los indígenas de América: es el hambre; feliz distinción que escapó a los antiguos casuistas y que los doctores modernos han descubierto”.

“Son inimaginables los horrores que acompañan a estas migraciones forzosas. Cuando los indios abandonaron los campos paternos, ya estaban extenuados y disminuidos. La región donde van a fijar su morada está ocupada por otros pueblos que miran con recelo a los recién llegados. Detrás de ellos está el hambre; ante ellos la guerra, y por todas partes la miseria. Para escapar a tantos enemigos, se dividen. Cada uno de ellos se va por su lado, para encontrar furtivamente medios con que sostener su existencia, y vive en la inmensidad de los desiertos, como el proscrito en el seno de las sociedades civilizadas. El lazo social, ya hace tiempo debilitado, se rompe. Ahora no hay patria para ellos y pronto no habrá pueblo; apenas quedarán las familias; el nombre común se pierde, la lengua se olvida, las huellas del origen desaparecen. El pueblo ha dejado de existir. Apenas vive en el recuerdo de los anticuarios americanos, y tan sólo es conocido por algunos eruditos de Europa”.

“No quisiera que el lector crea que recargo las tintas. He visto con mis propios ojos muchas de las miserias que acabo de exponer; he contemplado males que me sería imposible describir”.

“A finales del año 1831 me encontraba en la margen izquierda del Mississippi, en un lugar llamado Menfis por los europeos. Mientras estaba allí, llegó una numerosa tropa de choctaws (los franceses de Luisiana les llaman chactas); estos salvajes abandonaban su país e intentaban cruzar a la orilla derecha del Mississippi, donde esperaban encontrar lo que el gobierno americano les había prometido. Estábamos en pleno invierno y el frío se dejaba sentir ese año con violencia desacostumbrada. La nieve había endurecido la tierra y el río arrastraba enormes bloques de hielo. Los indios llevaban consigo a sus familias, cargando con heridos y enfermos, niños que acababan de nacer y ancianos que iban a morir. No tenían ni tiendas ni carros; tan sólo algunas provisiones y armas. Los vi embarcar para cruzar el gran río, y ese espectáculo solemne jamás se apartará de mi memoria”.

“De aquella compacta muchedumbre no surgían sollozos ni quejas; todos guardaban silencio. Sus desgracias ya eran antiguas, y las sabían irremediables. Todos los indios habían entrado ya en el barco que debía transportarles; sus perros permanecían aún en la orilla. Cuando estos animales vieron por último que iban a alejarse para siempre, lanzaron a un tiempo espantosos aullidos y, arrojándose todos a la vez a las gélidas aguas del Mississippi, siguieron a sus amos a nado hasta perecer ahogados”.

“El desposeimiento de los indios se suele efectuar hoy de una manera regular y, por así decirlo, completamente legal[vi].

[…]

“Acabo de describir grandes males, pero he de añadir que me parecen irremediables. Creo que la raza india de América del Norte está condenada a morir, y no puedo menos que pensar que el día en que los europeos se hayan establecido en la orilla del océano Pacífico habrá dejado de existir[vii]”.

“Los indios de América del Norte no tenían más que dos caminos de salvación: la guerra o la civilización; en otras palabras, tenían que acabar con los europeos o convertirse en sus iguales”.

“En los primeros tiempos coloniales habrían podido, uniendo sus fuerzas, desembarazarse del corto número de extranjeros que se establecían  en las orillas del continente. Mas de una vez intentaron hacerlo, estando a punto de lograrlo. Hoy día, la desproporción de recursos es demasiado grande para que puedan soñar en tal empresa”.

Al final de este capítulo, el señor Tocqueville, tras recitar la obligada letanía de las “horribles masacres” de los españoles sobre las poblaciones indígenas, deja este par de perlas apoyándose en la leyenda negra urdida por los sajones: “[…] pero todo no se puede destruir y el furor tiene un término; el resto de poblaciones indias que escapara a las matanzas acaban por mezclarse con sus vencedores y por adoptar su religión y sus costumbres”

“Los españoles […], no han llegado a exterminar a la raza india, ni pudieron siquiera impedir que compartieran sus derechos. Los americanos de EEUU han obtenido este doble resultado con maravillosa tranquilidad, tranquilamente […] No es posible destruir a los hombres respetando mejor las leyes de la humanidad (¿?)”.

O sea, los españoles en cuyos dominios se han mantenido las poblaciones autóctonas, y que incluso en la actualidad son mayoritarias en muchos países, hemos sido una raza de genocidas exterminadores. Por el contrario, los pobladores del norte del continente que han tenido que crear “reservas” para que quedara algún vestigio de todas aquellas razas, son los que han cumplido “las leyes de la humanidad”.

Por citar solo algunos ejemplos de respeto a las leyes de la humanidad, recuerdo solo las batallas de Fallen Timbers, agosto de 1794; Point Pleasant, octubre 1794, en la que murió el padre de Tecumseh; Tippecanoe, noviembre 1811; Thamesville, octubre 1813, donde perdió la vida el caudillo Tecumseh (ver artículo publicado en este blog sobre el personaje) y la famosa Wounded Knee, 28 de diciembre de 1890, donde fue atacado el campamento de una tribu india con cuatro cañones además de los rifles y ametralladoras, con el resultado de unas 300 personas muertas, al menos 200 mujeres y niños. Son algunas de las más destacadas (en internet buscando “las guerras indias” se pueden encontrar muchas más), pero la determinación de exterminar a los indios, fue continua tan pronto pusieron los sajones el pie en el continente americano.

ASI SE ESCRIBE LA HISTORIA.

 

[i] En los trece Estados originarios no quedan más que 6.373 indios. (Véase Documentos legislativos, XX Congreso, n.º 117, p. 20.) Clark yCass.

[ii] Los señores Clark y Cass, en su informe al Congreso de 4 febrero de 1829, p. 23, decían:

“Ya está lejano el tiempo en que los indios podían procurarse los objetos necesarios para su sustento y vestido sin recurrir a la industria de los hombres civilizados. Al otro lado del Mississippi, en un país donde aún se encuentran grandes rebaños de búfalos, habitan tribus indias que siguen a estos animales salvajes en su emigración; los indios de que hablamos todavía encuentran el medio de vivir conformándose a todos los usos de sus padres; pero los búfalos retroceden sin cesar. Hoy sólo pueden cazarse ya con fusiles o trampas los animales salvajes de especies más pequeñas, como el oso, el gamo, el castor y la rata almizclera, que son los que especialmente proporcionan a los indios su necesario sustento.”

[iii] «Hace cinco años -dice Volney en su Cuadro de los Estados Unidos, p. 370-, yendo de Vincennes a Kaskaskias, territorio comprendido hoy en el Estado de Illinois, y entonces completamente salvaje, 1797, no se atravesaba ninguna pradera sin ver rebaños de cuatrocientos a quinientos búfalos; hoy día no queda ninguno; han cruzado el Mississippi a nado, empujados por los cazadores y sobre todo por los cencerros de las vacas americanas.» El conde de Volney es otro interesante personaje de principios del S. XIX. Autor de “Las ruinas de Palmira” y “La Ley natural”. Es uno de los más destacados representantes del racionalismo, cuyo pensamiento entronca con la Ilustración.

[iv] Puede comprobarse la verdad de lo que digo consultando el cuadro general de las tribus indias contenidas dentro de los límites reclamados por los Estados Unidos. (Documentos legislativos, XX Congreso nº 117, pp. 90-105.) Se observará que las tribus del centro de Norteamérica decrecen rápidamente, aunque los europeos se encuentran aún muy lejos de ellas.

[v] Los indios, dicen Clark y Cass en su informe al Congreso, p. 15, tienen por su país el mismo sentimiento afectivo que nos liga a nosotros al nuestro: además, unen a la idea de ceder tierras que el Gran Espíritu concedió a sus antepasados ciertas ideas supersticiosas de gran poder sobre las tribus que aún no lo han hecho o que sólo han cedido aún una pequeña parte de su territorio a los europeos. “No vendemos el lugar donde reposan las cenizas de nuestros padres”, es la primera respuesta que dan a quien les propone comprarles sus campos.

[vi] El 19 de mayo de 1830, Mr. Ed. Everett afirmaba ante la Cámara de Representantes que los norteamericanos ya habían adquirido por tratado (¿?), al este y al oeste del Mississippi, 230.000.000 de acres. (Unos 93 millones de hectáreas)

[vii] Esta opinión, por lo demás, es, a mi parecer, la de casi todos los hombres de Estado norteamericanos. «Si se juzga el porvenir por el pasado -decía Cass al Congreso- es de prever una disminución progresiva del número de indios hasta llegar a la extinción final de su raza. Para que este acontecimiento no tuviese lugar, sería preciso que nuestras fronteras dejaran de extenderse y que los salvajes se estableciesen al otro lado, o bien que operase un cambio completo en nuestras relaciones con ellos, lo que razonablemente no es de esperar.»

 

 

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