EL ORO ENVIADO A RUSIA POR LA REPUBLICA

INTRODUCCIÓN

 Mi padre me regalo mi primer Quijote (que todavía conservo) a la edad de 12 años. Considero que fue la edad adecuada para iniciarse en la lectura de sus aventuras. También era uno de los libros de lecturas y comentarios en los colegios a los que asistí. A partir de entonces leía todo lo que caía en mis manos, desde las obras subidas de tono del “Caballero Audaz” a las de Pedro Antonio de Alarcón, que tenía mi padre en su despacho y muchos pequeños libros para jóvenes de la Editorial Labor sobre temas tan diversos como la electricidad, el cosmos, la navegación, meteorología, física, química, etc. Mi madre me inculcó su amor a la lectura, la poesía, el teatro y la música.

Mi curiosidad no ha tenido, y sigue sin tener, límites. Ello me ha creado el complejo de ser: “Aprendiz de todo y maestro de nada”; aunque a estas alturas de mi vida considero que también ha sido divertido y estimulante.

negrin

Doctor Juan Negrin. Ministro de Hacienda

Alla por el año 1967, una popular revista de Estados Unidos, publicó un artículo de un tal Alexander Orlov, nacido Leiba Lázarevich Felbing, de familia judía de Bielorrusia, que me interesó, leí, guardé y sigue en mi poder. Este personaje llegó a España en septiembre de 1936, se presentaba con el rango de General de la NKVD (policía política soviética) y estuvo en España hasta 1938.

Su tarea principal en España consistía en purgar a los disidentes de la política criminal de Stalin: miembros del POUM, anarquistas y muchos voluntarios de las Brigadas Internacionales de diversas nacionalidades, que estaban en España como combatientes. Luego, por orden directa de Stalin, fue el responsable de organizar y llevar a cabo el traslado a Rusia del oro depositado en el Banco de España, entonces banco privado, cuando el gobierno español decidió trasladarlo “a un lugar seguro”.

Los documentos desclasificados de los archivos del NKVD, tras la caída de la URSS, revelan la larga lista de los crímenes de Orlov en España. Fue el responsable de falsificar las pruebas que condujeron a la detención y purga de los líderes del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Los detenidos fueron llevados a centros de interrogatorios y a cámaras de tortura, la mayoría clandestinos, entre ellos el ex convento de Santa Úrsula en Barcelona, el llamado “Dachau de la España republicana”. Durante 1937 y hasta bien entrado 1938, muchos miles de miembros del POUM y otros izquierdistas de distintas facciones, fueron ejecutados o torturados hasta la muerte en las cárceles comunistas españolas.

En un informe a sus superiores en Moscú, fechado en agosto de 1937, Orlov perfilaba su plan para la captura y liquidación del socialista austriaco Kurt Landau. También desaparecieron en España Erwin Wolf, antiguo secretario de Trotski, y Mark Rein, hijo de un líder menchevique; el periodista británico «Bob» Smilie y José Robles, ex catedrático de la Universidad John Hopkins de Estados Unidos. Tuvo parte en la desaparición del oficial ruso y agente doble del NKVD, Nikolái Skoblin. Entre los personajes que consiguieron escapar a sus manejos, estaban George Orwell y Willy Brandt, el futuro canciller alemán. Si les hubiera puesto las manos encima, el mundo habría perdido un buen escritor y un gran estadista.

Andreu Nin, dirigente del POUM, fue asesinado por Orlov personalmente (lo desolló vivo), en el parque de El Pardo. Nin, fue el modelo de Goldstein, el héroe de la obra “Mil novecientos ochenta y cuatro (1984)”, de Orwell, quien prefirió morir bajo tortura antes que confesar. También en su libro “Homenaje a Cataluña”, cuenta la guerra dentro de la guerra que supuso aquella lucha a muerte entre los anarquistas, los comunistas del POUM y los de Moscú, con miles de víctimas colaterales.

El líder del POUM, fue trasladado a la localidad madrileña de Alcalá de Henares tras pasar unas horas en la checa de Atocha. Pero aquella otra checa «casera» improvisada en el apartado hotelito del matrimonio formado por Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la Aviación republicana, y Constancia de la Mora Maura, nieta comunista del político conservador Antonio Maura.

Durante mucho tiempo Andreu Nin se encontraba incomunicado entre las paredes de un sórdido habitáculo que a duras penas amortiguaban sus alaridos de dolor.

Orlov y sus secuaces se afanaron en despellejar su maltrecho cuerpo para seccionar mejor sus miembros en carne viva. Ni siquiera así pudieron subyugar su voluntad para arrancarle una falsa confesión de ser espía de Franco. Con la piel desgarrada y los músculos deshechos, Nin era un montón informe de carne tumefacta que mantenía firme su moral hasta su muerte.

En 1938, la Unión Soviética se hallaba sumida en los horrores de la Gran Purga, en la que Stalin eliminó a la vieja guardia protagonista de la revolución para reemplazarlos por sus adeptos. Orlov vio que colegas y amigos suyos eran detenidos y fusilados uno a uno. Cuando fue invitado a reunirse en Amberes con un jefe anónimo del NKVD (seguramente el asesino S. Spigelglas) decidió desertar. En lugar de acudir a la reunión, Orlov robó 60.000 dólares de la caja para operaciones del NKVD local y huyó con su mujer y su hija a Canadá.

Mientras estaba en Canadá, envió una carta al jefe del NKVD, advirtiéndole que, si atentaban contra él o su familia, todo lo que sabía sobre las operaciones de la inteligencia soviética saldría a la luz. Adjuntó una extensa lista con los nombres en clave de algunos de los agentes y topos soviéticos en Occidente. También envió una carta a Trotski alertándole de la presencia de un agente de la NKVD (nombre en clave TULIP) en el entorno de su hijo, con intención de matarlo. A continuación, se trasladó a los Estados Unidos para esconderse.

Desde 1938 vivió en los Estados Unidos. En 1953 publicó un libro titulado “Historia secreta de los crímenes de Stalin”.  Entre los acontecimientos que narra, está el asombroso relato de lo que quizá haya sido el mayor robo de la historia, narrado por primera vez y con todo detalle por el que fue su principal organizador.

Sigue su relato, al que posteriormente haré algunas aclaraciones recogiendo datos publicados por diversos historiadores  sobre el asunto:

Aquella tarde del 22 de octubre de 1936, a la luz del crepúsculo, salí de Cartagena. A mi lado, en el coche, incapaz de dominar su nerviosismo, se hallaba un alto funcionario de la Dirección General del Tesoro. Nos seguía una columna de veinte camiones de cinco toneladas. Nuestro punto de destino estaba en las colinas que se perfilaban a lo lejos, a seis u ocho kilómetros al norte. Se trataba de un polvorín de la Armada, pero lo que en aquellos momentos nos ocupaba era algo más importante que granadas y cordita.

Cuando el convoy se detuvo, ya había caído la noche. Al descender del automóvil observé unas pesadas puertas de madera, reforzadas con barras de hierro, que cubrían el frente de la ladera junto a las que montaban guardia varios centinelas. Uno de ellos corrió los enormes cerrojos y abrió una puerta doble frente a nosotros. Vimos una espaciosa gruta artificial, excavada en la roca, escasamente iluminada por varias bombillas eléctricas

En el interior, esperando nuestras órdenes, se hallaban sesenta marineros españoles. Apiladas contra las paredes, había miles de cajas de madera, todas iguales. Las cajas contenían lingotes y monedas de oro, y virutas. Todo ello valía centenares de millones de dólares. Ante mí se amontonaba el tesoro que una vieja nación había acumulado a través de los siglos. Aquello era lo que yo había venido a buscar y mi tarea era hacerlo llegar a Moscú.

 Corrían los primeros meses de la guerra civil española. Durante diez días yo había estado preparando la «Operación Oro» con todo detalle. Algunos dirigentes republicanos, temiendo que las reservas de oro del país pudieran caer en poder de las fuerzas del general Franco, decidieron confiar el tesoro, «para mayor seguridad», a José Stalin. Aunque autorizada (con dudosa legalidad) por dichos dirigentes republicanos, la transacción constituyó, posiblemente, el mayor atraco de la historia.

El envío a la Rusia soviética de la mayor parte de las reservas españolas de oro -por lo menos seiscientos millones de dólares, según mis cálculos- ha sido objeto de todo género de rumores y conjeturas durante más de dos décadas. Del grupo de hombres que estuvieron implicados en los comienzos de la operación, solo dos viven todavía: un español y yo.

Había llegado yo a Madrid el 16 de setiembre de 1936, unos dos meses después del comienzo de la guerra civil española, para dirigir un numeroso grupo de técnicos soviéticos en cuestiones militares y de inteligencia. Mi grado en la N. K. V. D.[1] , era el equivalente a general.

Actuaba como asesor principal del gobierno republicano en lo referente a espionaje, contraespionaje y guerra de guerrillas, cargo que iba a desempeñar durante casi dos años. Al igual que todos los rusos destacados en España, sentía una apasionada devoción por la causa de la República. Nos instalamos en el último piso de la embajada soviética en Madrid, donde disponíamos de un potente equipo de radio.

Llevaba allí menos de un mes cuando el oficial de cifra entró en mi despacho con el libro de claves bajo el brazo y un radiograma en la mano.

-Acaba de llegar de Moscú -dijo-, y estas son las primeras líneas: «Absolutamente secreto. Debe ser descifrado personalmente por Schwed». Schwed era mi nombre clave.

Descifré el resto del mensaje. Tras una nota introductoria del jefe de la N. K. V. D., Nikolai Yezhov, se leía:

 «Prepare con el jefe del gobierno, Largo Caballero, el envío de las reservas de oro de España a la Unión Soviética en un vapor ruso. Todo debe hacerse con el máximo secreto. Si los españoles exigen un recibo, rehúse -repito-, rehúse. Diga que el Banco del Estado entregará un recibo oficial en Moscú. Le hago personalmente responsable de la operación. Firmado: lvan Vasilyevich». La firma era el nombre en clave, rara vez utilizado, del propio Stalin.

 ¿Sería posible que Largo Caballero y sus colegas, españoles patriotas y honrados, consintieran en poner el oro de su país en las voraces manos de Stalin? ¿Pensarían sinceramente que el Kremlin, que despreciaba la ley y la moralidad «burguesas», podría devolver semejante riqueza una vez en posesión de ella? Pude averiguar que la respuesta a estos interrogantes era afirmativa. De hecho, la idea de «proteger» las reservas de oro de su posible captura por parte del enemigo, mediante el envío de las mismas a Rusia, ¡había tenido su origen en los propios e inquietos líderes republicanos!

Las fuerzas de Franco apretaban su cerco en torno a Madrid y la caída de la capital parecía inminente. El traslado del oro y la plata de las cajas del Banco de España fue ordenado en una disposición secreta, de

fecha 13 de setiembre, firmada por el presidente de la República, Manuel Azaña, y el ministro de Hacienda, Dr. Juan Negrín. Este decreto facultaba al ministro para transportar los metales preciosos «al lugar que, en su opinión, ofreciera las mayores garantías de seguridad». También señalaba que, «a su debido tiempo», la trasferencia sería regularizada mediante su discusión y aprobación por las Cortes. Sin embargo, este requisito no se cumplió jamás.

Por discutible que fuese la legalidad del decreto, la medida no

implicaba el envío del tesoro fuera del país. Pero al empeorar la situación militar, Negrín, desesperado, resolvió hacer uso de sus poderes. Con este fin decidió sondear -solo el presidente y el jefe del gobierno tenían conocimiento de esta decisión- al agregado comercial soviético acerca de la posibilidad de situar el oro en Rusia. El agregado informó a Moscú, y Stalin aprovechó la oportunidad.

Dos días después de haber recibido la orden de Stalin conferencié con Negrín en nuestra embajada. El ministro de Hacienda, un catedrático recién llegado a la Administración, parecía el verdadero prototipo del intelectual: opuesto teóricamente al comunismo, pero, si bien de una manera vaga, simpatizante con el «gran experimento» ruso. Esta candidez política contribuye a explicar su impulso de enviar el oro a aquel país. Además, con Alemania e Italia al lado de los nacionalistas, y ante la indiferencia de las democracias occidentales, Rusia era un aliado, la única gran potencia que apoyaba a los republicanos españoles.

 – ¿Dónde están ahora las reservas de oro? -pregunté.

-En Cartagena -contestó-. En una de las viejas grutas, al norte de la ciudad, utilizadas por la Armada como polvorín.

 Otra vez la suerte de Stalin, pensé satisfecho. Mi tarea se simplificaba enormemente por el hecho de que el cargamento estuviera ya en Cartagena. Aquella amplia bahía era donde los buques rusos, descargaban sus suministros de armamento y equipo. No solamente barcos, sino también personal de confianza soviético, estaban a nuestro alcance fácilmente.

Otro político español tenía que ser informado: el ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto. Necesitábamos sus barcos de guerra para escoltar el cargamento a través del Mediterráneo hasta Odesa, en el mar Negro. Cuando se le consultó, accedió a dar las órdenes necesarias.

La rapidez era vital. El menor rumor expondría nuestros barcos a ser interceptados. Además, el temperamento del pueblo español era tal que, si se filtraba algún indicio de que el tesoro de la nación iba a ser enviado al extranjero – ¡y a la Rusia comunista! -, toda la operación y sus autores hubieran terminado trágicamente.

Siguiendo instrucciones de Negrín, un alto funcionario de la Dirección General del Tesoro me dio detalles acerca del oro y su lugar de almacenamiento. Había unas diez mil cajas, cuyas dimensiones eran 30,5 x 48,2 x 17,7 cm, cada una con 65 kilos y medio del precioso metal, lo que suponía unas 650 toneladas.

Al día siguiente salí para Cartagena por carretera. En aquella base me encontré con nuestro agregado naval y viejo amigo mío Nikolai Kuznetsov (que durante la segunda guerra mundial fue ministro de Marina de la URSS), al que di instrucciones para hacerse cargo de todos los buques rusos que llegaran a Cartagena, lograr que fueran descargados rápidamente y ponerlos bajo mi mando. Un carguero soviético estaba en el puerto, y se esperaba la arribada de otros más. También conferenciamos con el jefe español de la base, el cual puso sesenta marineros a mi disposición.

Me enfrenté luego con el problema de transportar el oro desde la gruta al muelle. Una brigada soviética de tanques había desembarcado en Cartagena dos semanas antes y se hallaba destacada en Archena, a unos 65 kilómetros de distancia. Su jefe era el coronel S. Krivoshein, al que los españoles conocían por Melé. Krivoshein puso a mi disposición veinte de sus camiones militares y otros tantos de sus mejores conductores. Finalmente, todo estuvo a punto.

Mis camiones estaban aparcados en la estación de ferrocarril cartagenera, con un tanquista soviético, vestido con uniforme español, al volante de cada uno. Los sesenta marineros que cargarían el oro habían sido enviados a la gruta con una o dos horas de anticipación. Los tripulantes de cuatro barcos rusos, incluidos cocineros y camareros, sabían ya que les esperaban varias noches de duro trabajo para llevar a bordo un importante cargamento. Y así, el 22 de octubre, al caer la tarde, me dirigí al polvorín seguido de una caravana de camiones.

Los marineros españoles, todos ellos procedentes de la flota submarina, eran jóvenes y de escasa corpulencia. Hacían falta dos de ellos para llevar una caja y subirla al camión. Para facilitar el recuento limité la carga de cada vehículo a cincuenta cajas y, una vez cargados, envié los camiones al puerto en grupos de diez. Cuando volvían, dos horas más tarde, otros diez vehículos estaban dispuestos a partir con otras quinientas cajas. Mi coche, en el que viajaba yo u otro miembro de la N. K. V. D. y uno de los funcionarios del Tesoro, encabezaba cada convoy.

Cuando la operación estuvo en marcha planteé finalmente al funcionario de la Dirección General del Tesoro, que se hallaba a mi lado, la pregunta que había evitado cuidadosamente hasta entonces:

 – ¿Cuánto oro se supone que vamos a enviar?

 Debido a la atropellada preparación del envío en la parte que correspondía a los españoles, el funcionario contestó:

 – ¡Oh, más de la mitad, supongo! Sería, pensé, mucho más.

 La carga y el trasporte continuaron durante tres noches, desde las siete de la tarde a las diez de la mañana. Aquellas fueron noches sin luna. Como la ciudad estaba permanentemente a oscuras, no podíamos usar los faros. A veces un conductor perdía de vista el camión que le precedía, y parte de la columna se fraccionaba.

Tuve muchas preocupaciones a causa de esto, porque los tanquistas

aunque vestían uniforme español, no hablaban una palabra de castellano. ¿Qué pasaría si eran detenidos por una patrulla militar y tomados por espías alemanes? La justicia de la guerra civil era rápida y tajante. ¿Y si se registraban los camiones? La noticia de que unos extranjeros se llevaban camiones cargados de oro podía provocar un estallido de violencia política.

Otro motivo de angustia era la posibilidad de un bombardeo nacionalista. Las grutas inmediatas a la utilizada como depósito del oro estaban llenas de explosivos; un impacto directo significaría el fin de todos nosotros. Por otra parte, nuestros barcos podían ser hundidos en el puerto.

Durante aquellos días no dormí más de cuatro horas, por término medio. Entre carga y carga, los marineros encerrados en la gruta dormían también, tendidos en el suelo. Les dábamos emparedados, café, bebidas frías, chocolate y cacahuetes. Para matar el tiempo, muchos de ellos jugaban a las cartas. Resultaba irónico que emplearan en sus partidas monedas de cobre y, en algunos casos, cacahuetes, estando rodeados de millones en oro.

La suerte nos acompañó hasta la tercera y última noche. Hacia las cuatro de la madrugada, un grupo de bombarderos apareció súbitamente sobre las colinas. Desde la gruta podíamos escuchar la explosión de las bombas en los muelles. En el puerto, según pude saber por las declaraciones de los conductores que regresaban, los aviones habían alcanzado a un carguero español que estaba fondeado junto a nuestros barcos. Decidí acelerar la operación y hacer que mis buques abandonaran la bahía lo más rápidamente posible.

 Cuando aquella noche, después de cargado, el último camión para los muelles, pedí al funcionario del Tesoro que me dijera la cifra final.

 -He contado 7.800 cajas -contestó-; tres cuartas parte de las reservas de oro.

 A las diez de la mañana del 25 de octubre la última caja subió a bordo del último barco. Llegó entonces el momento tan inevitable como embarazoso para mí: ¡Me pedían un recibo!

 – ¿Un recibo? -dije esquivando la mirada inyectada y patética del funcionario, y aparentando indiferencia-. Pero, compañero, no estoy autorizado a dárselo. No se preocupe, amigo mío, ese recibo será extendido por el Banco del Estado de la Unión Soviética cuando todo sea comprobado y pesado allí.

 El funcionario se quedó de una pieza, como si hubiera sido alcanzado por un rayo. Apenas podía hablar con coherencia. No comprendía… Aquello podía costarle la vida en esos momentos… ¿Debería llamar a Madrid?

Yo estaba dispuesto a mantenerle alejado del teléfono, por la fuerza si fuera necesario. En su lugar, le sugerí que enviara un representante del Tesoro en cada barco, en calidad de vigilante oficial del oro. Lógicamente, esta concesión no significaba nada. Pero aquel hombre estaba tan aturdido que se aferró a dicha solución.

 Dos horas después zarparon los buques. Por fin pude informar a Moscú que el precioso cargamento iba ya rumbo a Odessa.

Posteriormente, y por los informes de algunos altos funcionarios del Servicio de Inteligencia que iban y venían entre Rusia y España, pude conocer lo sucedido en el lado soviético de la operación.

 Un gran número de agentes de la N. K. V. D., procedentes de Moscú y Kiev, se reunieron en Odessa. Durante varios días trabajaron como estibadores descargando las cajas y llevándolas a un tren especial. Una amplia zona, desde los muelles a la estación de ferrocarril, fue acordonada por tropas escogidas. Cuando el tren salió para Moscú, centenares de oficiales armados escoltaron el cargamento, como si atravesaran territorio enemigo.

 Supe que Stalin, para celebrar el golpe, ofreció una magnífica recepción a los altos jefes de la N. K. V. D. la noche siguiente de la llegada del cargamento a Moscú. Todo el Politburó estuvo presente. El dictador estaba entusiasmado. ¡Qué triunfo para un hombre que había empezado su carrera política organizando atracos a los bancos en favor de su causa!

El jefe de la NKVD, Yezhov, contó a un amigo mío que Stalin pronunció estas joviales palabras:

 “Nunca volverán a ver su oro, del mismo modo que no pueden verse sus propias orejas”.

 En los veintiún meses que trascurrieron entre la «Operación Oro» y mi deserción del régimen soviético, estuve en estrecho contacto con los líderes republicanos españoles, pero el asunto siguió siendo un callado y doloroso secreto entre nosotros. Estaba seguro de que su acción había empezado a parecerles un error monumental. La única vez que se mencionó la cuestión fue en el curso de una conversación con Negrín.

– ¿Recuerda aquellos cuatro hombres de la Dirección General del Tesoro que fueron enviados a bordo de sus barcos? -pregunto-. Todavía están en Rusia, y ya ha pasado un año. Me pregunto por qué a esos pobres muchachos no se les permite regresar a su tierra.

 Aquellos cuatro desdichados, según pude descubrir mucho tiempo después, no pudieron salir de Rusia hasta que terminó la guerra en España.

El general Franco debió de enterarse de la desaparición del oro tan pronto como tomó a Madrid. Pero su gobierno no dijo una palabra de ello durante más de dieciocho años. La moneda española, ya un tanto débil, podría haberse derrumbado si se hubiera sabido que las arcas nacionales estaban casi vacías.

El silencio oficial se rompió una sola vez, en diciembre de 1956, después de la muerte del Dr. Juan Negrín[2] . De entre sus papeles privados se rescató finalmente un recibo oficial por el oro depositado en la Unión Soviética.

Pocos meses después, en un artículo claramente irónico, el periódico Pravda admitía que unas quinientas toneladas de oro habían llegado a la URSS en 1936, y que el gobierno soviético había expedido el oportuno recibo. El oro, seguía diciendo el diario, era la garantía por el pago de los aviones, armas y otras mercancías soviéticas enviadas a la República española. No solo se había gastado todo, ¡sino que todavía se debían cincuenta millones de dólares a la Rusia soviética!

 Y así sigue el asunto.

documento oro

[1] Siglas en ruso de «Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos», es decir, la Policía Política.

[2] En diciembre de 1956 el hijo de Negrín, Rómulo, cumpliendo los últimos deseos de su padre, entrego a  Franco muchos documentos guardados por el expresidente en secreto, entre ellos, todo lo referente al oro entregado a Rusia.

¿Cual era la situación en aquel momento?

En los primeros días de septiembre, después de la matanza de la cárcel Modelo se produjeron una serie de fuertes reveses para las izquierdas. Fracasó la expedición a Baleares; en Navarra, las tropas de Mola tomaron Irún y aislaban las vascongadas de Francia y además caía Talavera de la Reina. Giral presentó su dimisión y la de todo su gobierno y dieron paso a otro presidido por Largo Caballero (El Lenin español) formado por miembros de partidos revolucionarios. El 12 de septiembre las tropas nacionales se abrían camino desde Talavera hacia Maqueda.

LARGO CABALLERO

Largo Caballero.»Lenin español«

El fracaso de las milicias era absoluto. Solo habían destacado en la represión criminal en la retaguardia siendo totalmente inoperantes en el frente. La incorporación de militares profesionales no sirvió para nada porque los milicianos les imponían sus criterios. Era necesario la creación de un ejército disciplinado y bien dirigido[1]. Para ello se contaba con los fondos depositados en los sótanos del Banco de España, como ya dijimos antes, entonces un banco privado.

Negrín en aquel momento, hizo un decreto secreto que debía firmar Azaña, autorizando trasladar las reservas de metales preciosos e instrumentos financieros “a un lugar seguro”. Azaña lo firmó con la condición de que se daría cuenta a las Cortes en su momento. Requisito que nunca se cumplió.

AZAÑA

Manuel Azaña Diaz. Presidente

Se dedicaron a crear un ejército revolucionario bajo la hegemonía comunista en todos los órdenes, y como consecuencia el Estado se convirtió en un satélite soviético. Para garantizarse la ayuda rusa, decidieron el envío de la mayor parte de las reservas financieras a Moscú. El cuarto depósito de oro del mundo acumulado gracias, sobre todo, al comercio con los países beligerantes de la I Guerra Mundial: más de 700 toneladas, cuyo valor actual se ha calculado en unos 8.000 millones de euros.

Disponían, además, de los bienes privados confiscados por los gobiernos de Giral y el Lenin español, en las cajas de los bancos privados[2], el Palacio Real, Iglesias, Catedrales y domicilios privados saqueados.

Entre el 14 y el 16, se transportaron 560 toneladas de oro a un polvorín de la Armada, un túnel excavado en un monte de La Algameca. Permanecieron allí hasta el 25 de octubre en que casi todas (510 Ton.) fueron embarcadas rumbo a Odessa. A partir de ese momento, Stalin dictó la política del Frente Popular.

En diciembre de 1956, el hijo de Negrín, Rómulo, cumpliendo las últimas voluntades de su padre, entregó a las autoridades del régimen todos los documentos guardados por su padre en secreto.

Una nueva aportación, los gobiernos de Giral y el Lenin español, depositaron en Francia casi 200 toneladas de oro de las que el Frente Popular pudo disponer y negociar con toda libertad. También vendieron en EEUU, 1.225 toneladas de plata del Tesoro Nacional.

Y esta es la historia de las enormes reservas de oro del Banco de España desaparecidas para siempre del país.

[1] Es muy divertida la narración de Azaña en su librito “Causas de la guerra de España” donde cuenta como los milicianos y sus familias, salían por la mañana de Madrid se dirigían cerca del frente, algunos milicianos se acercaban a pegar unos tiros y luego volvían a comer con su familia en el campo. Hecho lo cual volvían a casa en la capital para dedicarse a asesinar civiles indefensos.

[2] En aquellos saqueos, se apoderaron de la Memorias del Presidente de la República, D. Niceto Alcalá-Zamora, depositadas en una caja de su esposa en el Crédit Lyonnais. Durante su vida nunca aparecieron y reflejó de nuevo todo en un libro de Memorias.

 

 

 

 

 

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